jueves, 8 de diciembre de 2016

AGUA PASADA

El alma helada de juventud
El corazón ardiendo de ignorancia
Así saliste a la vida
¿Recuerdas?
Te amaron; amaste
Te mintieron; mentiste
Te defraudaron; defraudaste
Te hirieron y…seguramente heriste
¿Recuerdas?
Noches de risas vacías
Días de llanto culpable
Así anduviste sin rumbo
¿Recuerdas?
Perdiste lo que querías
Te quitaron lo que amaste
Y en algún momento el derrumbe
Casi que lo deseaste
¿Recuerdas?
La vida te incendió el alma
El corazón… te lo heló
Así aprendiste a vivirla
¿Recuerdas?
No, ya no recuerdas
Porque ya no son recuerdos
Ahora eres tú mismo
Con lo pasado a la espalda
Y la ilusión cincelada por la mano de la vida
Y con la mirada puesta en que esto pronto acaba
No, ya no son recuerdos, ahora es agua pasada.

Se sintió poeta cuando escribió aquellos versos, pero nunca antes y mucho menos después, consiguió sacarle a su pluma poesía alguna. Quiso cantarle a la vida, pero la vida se le escapó. Quiso cantarle al amor, pero el amor había desaparecido de su equipaje. Quiso cantar a la esperanza en un último intento de recuperarla, pero ésta ya le había dicho adiós. Un adiós tan rotundo que le sonó a huesos rotos y, se preguntó:—¿de dónde salieron los versos? ¿quién me inspiró este lamento?
Solo se copió a sí mismo, por eso sangró su pluma y se secó su inspiración y aunque se atavió  de voluntad, pluma y papel y montó su campamento vigilante a que la inspiración le sorprendiese en la oscuridad de la noche, que es cuando las fieras atacan, la luz del nuevo día no le ofreció ni el mas mínimo vestigio de su aparición.
Y volvió a preguntarse -¿por qué  ya no soy capaz de atraer las palabras?- Porque nunca lo fuiste, creyó escuchar, porque nunca te oiste a ti mismo. Solo cuando te varaste en las arenas de tu nostalgia, incrédulo de tu vacío, te dignaste a escuchar el clamor de tu alma por el tiempo pasado y, con miedo al futuro, atracaste tu barca.  
Suelta amarras y deja que el viento te lleve. No esperes que el puerto venga a ti porque el puerto está inmóvil. Eres tu quien ha de llegar a él.
Surca las aguas y olvida el agua pasada y, mientras navegas, …o caminas,…o corres,…o descansas,…cántale a tu esfuerzo, a tu error, a tu deseo, a tu quimera, a tu sueño, a tu dolor, a tu alegría, a tu calor, a tu frio…cántale con tu voz, clara, rasgada, bronca, ¡qué mas da!, pero canta sin cesar y tu pluma vomitará poesía, porque poesía es la vida cantada con la garganta del alma.


sábado, 5 de noviembre de 2016

EL NOVICIO Y EL PADRE ABAD

—Dicen que todos tenemos un doble en alguna parte, ¿es cierto eso?—preguntó el Novicio al Padre Abad.
El Novicio, que había ingresado en el monasterio el mismo día en que cumplía su mayoría de edad, seguía a ojos ciegos las enseñanzas y consejos del Padre Abad,  un hermano de avanzada edad cuya vida en la orden religiosa se retrotraía hasta donde le alcanzaban los recuerdos.
—Eso dicen—contestó—todos tenemos un sosias, hijo.
—¿Un sosias?, ¿qué es un sosias?—preguntó extrañado el Novicio.
—Así es como también denomina el diccionario a la persona que puede pasar por nuestro doble—aclaró el Padre Abad—incluso hay quien sostiene la teoría de que cada persona, no tiene uno, sino siete sosias o dobles repartidos por el mundo.
—¿Siete?—preguntó el Novicio sorprendido.
—Sí, mi querido Novicio, siete afirma que son el fotógrafo canadiense François Brunuelle, que ha dedicado trece años a confirmar su teoría, buscando e inmortalizando el fenómeno con su cámara.
—Pero si admitimos solo el echo de que existan parejas de iguales, porque lo de siete ya me parece mucho admitir, y que cada uno de nosotros tenga un igual en alguna parte, se me ocurren muchas preguntas.
El Padre Abad, armado de la paciencia que la vida monacal le había inferido, compuso un gesto que animaba al Novicio a lanzar sus preguntas. Había despertado su curiosidad.
 —Eso significa que la humanidad está formada por un número par de personas—afirmó el Novicio—y que esto siempre es así, porque de lo contrario dejaría de cumplirse la regla. Significa, así mismo, que si mi doble, por ejemplo, se muere, yo debería morirme al mismo tiempo, porque de no ser así, también se rompería la regla. Por otro lado—prosiguió—si alguien, en algún rincón del mundo, es igual a mí, tendrá mi misma edad e irá cambiando sus rasgos al mismo tiempo que yo, porque de otro modo, dejaríamos de ser iguales. Eso me lleva a pensar que habrá nacido en el mismo momento que yo, con lo que podemos afirmar que cada vez que nace alguien, en algún otro lugar, nace otra persona que será igual a él. ¿Alguien a comprobado si los nacimientos que se producen en el mundo cada día forman un número par?
El Padre Abad no salía de su asombro con las reflexiones que el Novicio hacía. A primera vista, parecían reflexiones simples, pero irrefutables si mantenemos la teoría del sosias universal. Buscaba en el fondo de su cerebro alguna explicación que ofrecer a las dudas de su pupilo, pero no pudo articular ninguna.
—¿Y los chinos?—prosiguió el Novicio—¿también tienen los chinos un sosias?, porque a mi todos los chinos me parecen iguales, todos me parecen sosias de todos, aunque supongo que entre ellos se distinguirán, pero eso me lleva a pensar que el fenómeno de los dobles se debe dar por razas, porque será difícil que yo mismo, castellano y cejijunto, pueda tenar un doble chino o negro.
—Eso por supuesto—dijo el Padre Abad con poco convencimiento pero en tono de autoridad.
—Dígame Padre, ¿cómo conseguiremos el día del Juicio Final, cuando Dios nos llame a todos, reconocer a quienes hemos amado en la Tierra sin confundirlo con su doble? Y, si Dios creó a Adán y Eva y de allí procedemos todos, ¿acaso es que creó otra pareja de iguales a nuestros primeros padres o es que Adán y Eva tuvieron hijos gemelos?, porque la Biblia no habla de ello.
Ahí, el Padre Abad, descompuso el gesto y con la autoridad  que le confería su rango, concluyó :—No te atrevas a poner en duda los designios de Dios, su palabra está en la Biblia y esta no se discute. No hay duda que no pueda borrar la fe. Hijo mío, vive en la fe y el cielo disipará tus dudas.
Sin mucho convencimiento, pero con un gran sentido de la obediencia, el Novicio no volvió a hablar del tema.
El Novicio no llegó a profesar los hábitos, unos años después abandonó el monasterio y dicen por ahí que dedicó su vida a comprobar la veracidad de la teoría del sosias universal.


sábado, 8 de octubre de 2016

RECETAS PARA LA VIDA

RECETAS PARA LA VIDA

No era tanto su pasión por cocinar, sino por el orden de las cosas lo que hacía que todos los actos de su vida estuviesen programados como si de recetas  se tratase. Para todo ello tenía su propio cuaderno de recetas; perfectamente clasificadas por temas del mismo modo que lo hacen los libros de cocina (sopas, verduras, hortalizas, carnes, pescados, postres,…), aunque en su caso los títulos eran bien diferentes (amistad, amor, trabajo, familia, aficiones, enfermedades y muerte).
Para cada uno de estos epígrafes de la vida componía su propia receta de forma minuciosa, apuntando sus ingredientes, la forma de combinarlos e incluso el tiempo de elaboración, con el convencimiento de que, solo si seguía esta pauta, las cosas le saldrían bien.
En el capítulo de amistad, se podía leer:
 Ingredientes para dos personas: empatía, cariño, generosidad y lealtad.
Elaboración: Mezclar la empatía con el cariño hasta formar una masa homogénea, añadir una gran cantidad de generosidad y servirlo acompañado de abundante lealtad.
Recomendaciones de consumo: Al menos una vez al día.
Su receta para el amor incluía como ingredientes, ilusión, admiración, generosidad, fidelidad y lealtad, puestos a partes iguales por cada uno de los comensales. En cuanto a su elaboración, indicaba que debían mezclarse, dejándolos macerar durante el tiempo preciso para que cada ingrediente se ligase al otro. A la hora de servirlo, debía aderezarse con grandes dosis de cariño, alegría y ternura. Se recomendaba como plato principal de cada día.
No menos importante era su receta para el trabajo, la cual debía elaborarse a base de ilusión, afán de superación, esfuerzo, compañerismo y lealtad. A esta receta le había añadido una pequeña advertencia: No se debe abusar de este plato, pues puede causar adicción.
El apartado de familia incluía una receta peculiar con dos llamadas de atención muy especiales. La primera hacía referencia a los ingredientes, advirtiendo que podrían mezclase cualquier tipo de ellos, siempre que su procedencia estuviese ligada de alguna manera al ingrediente principal, al que daba nombre su apellido. La segunda advertencia, hacía mención al consumo moderado en fechas señaladas como la Navidad. Los empachos de familia son difíciles de curar.
Las aficiones podrían parecer un plato menor, sin embargo, consideraba estas recetas como imprescindibles a deshoras. Algo así como el té de las cinco para los ingleses. Un alto en el camino para retomar fuerzas. Descuidar su consumo podría tener serias consecuencias.
También para la enfermedad compuso su recetario, precedido de una pequeña introducción a modo de advertencia.
No es un plato recomendable, aunque a veces, de forma inevitable nos lo pongan a la mesa. Para evitar en lo posible su consumo, se recomienda hacer uso en la forma indicada de las recetas anteriores.
En este caso, no era una receta al uso lo que contenía su cuaderno, sino algunas recomendaciones para su consumo en caso de ser invitado a degustarlo. Manipularlo con los instrumentos adecuados, dejarse guiar por el maitre y atender a todas sus indicaciones.
El último capítulo, el que cerraba el libro de recetas para la vida, no podía ser otro que el de prepararse para degustar el único plato que, con toda seguridad, nos servirán a todos; el de la muerte.
Solo un apunte: No hay recomendaciones ni ingredientes. Solo cuando me llegue la hora de cocinarlo sabré como hacerlo.






sábado, 17 de septiembre de 2016

LA RECETA PERMANENTE

Hace unos meses alcancé la edad de la jubilación. Fui a hacer mi inscripción en el organismo pertinente como clase pasiva, pero no me sentí mayor. Pensé que después de más de cuarenta años trabajando ya me merecía un descanso y en mi cabeza se arremolinaron tantas cosas por hacer, tantos proyectos que había ido dejando para cuando tuviese tiempo. Ahora sería el tiempo lo que no me faltase.
Con mi flamante título de jubilado me inscribí en el “Hogar del Jubilado” de mi localidad y tampoco me sentí mayor, aunque pensé que posiblemente fuera debido a que era uno de los más jóvenes del club, pues no en vano acababa de bautizarme como integrante de la tercera edad.
Adquirí, con orgullo, mi Tarjeta Dorada de Renfe para beneficiarme de sus descuentos en los viajes para visitar a mis hijos y cambié mi costumbre de ir al cine el Día del Espectador, ahora mi condición de jubilado me permitía ir cualquiera de los días en que los jubilados tenemos descuentos especiales. Tampoco me sentí mayor por eso.
Hice, en fin, todo aquello que cualquier jubilado, no afligido por ello, hace con su tiempo, excepto una de las cosas que se nos atribuyen. No me dediqué a visitar obras. En primer lugar porque no le veo la diversión y, en segundo lugar, porque esta crisis ha dejado a los jubilados sin ese entretenimiento, pero tampoco me sentí mayor.
Sin embargo, era consciente de que mi espíritu joven no impedía el normal deterioro físico de mi cuerpo que, aunque no enviaba señales alarmantes, se merecía una revisión. Los análisis de rigor, toma de tensión y unos días después los resultados. Nada preocupante, de momento, el colesterol un poco alto, la próstata un poco inflamada, la tensión un poco descompensada, nada que no se pudiera controlar con algún medicamento y algo de de lo que llaman vida sana (no comer nada bueno, no fumar, no beber,…) eso que no te alarga los años de vida, pero te los hace más largos de vivir.
Cuando el médico me recetó aquellos medicamentos no lo hizo en una receta ordinaria, sino en una de las que llaman receta permanente, un invento creado para descongestionar los consultorios de la gente que solo acude al médico para renovar su receta cuando su necesidad de medicarse también se convierte en permanente.

Cuando con esta receta me dirigí a la farmacia y allí me “afiliaron” al sistema de “medicados para toda la vida”, entonces sí me sentí mayor.

jueves, 15 de septiembre de 2016

EN UN PUEBLO CON MAR

Era un pueblo con mar, con un inmenso mar que bañaba su escasa costa. Olvidado del turismo y de los gobernantes que no veían en él un caladero aprovechable de votos, las autoridades locales se las veían y se las deseaban para obtener las mínimas condiciones para la vida tranquila de sus vecinos.
Esther había llegado al pueblo allá por los años setenta, recién acabada su carrera de maestra, fue su primer y único destino tras aprobar las oposiciones. Por aquellos años aun se oían gritos de niños jugando en sus calles, conversaciones y risas, al caer la tarde, en cualquiera de los tres bares del pueblo, donde los hombres se reunían al acabar las faenas del campo o conversaciones de mujeres en la panadería, la tienda de ultramarinos o ante el camión del producto fresco que cada martes se instalaba en la plaza.
Con los años, el pueblo se fue despoblando, los jóvenes emigraban a la capital en busca de un mejor futuro y las risas de los niños se fueron apagando, las conversaciones en el bar (solo quedó uno) menos ruidosas y las mujeres que quedaron, menos habladoras.
La escuela se cerró y Esther, incomprensiblemente para muchos renunció a la plaza que el Ministerio le ofrecía en la capital. Esther se quedó en el pueblo. Tenía algunos ahorros y desde hacía algún tiempo ayudaba a María a cuidar a su madre enferma de alzhéimer mientras María atendía las labores del campo que les proporcionaba el sustento.
A veces, en las tardes de domingo, se las veía pasear juntas a la orilla del mar o sentadas en el acantilado admirando la puesta de sol. Hay quien decía en el pueblo que a Esther la había enamorado aquel mar y aquellas puestas de sol y que por eso había decidido quedarse allí para siempre y cuando alguien le preguntaba por ello, Esther bajaba la mirada, sonreía y contestaba que quién podría resistirse a no enamorarse de lo que este pueblo le había dado.
Cuando murió la madre de María, ya nadie se cuestionó que Esther y María siguiesen viviendo juntas, la una atendiendo la tierra y la otra atendiendo la casa. Era frecuente verlas pasear en las tardes soleadas cogidas de la mano y algún vecino creyó ver algún día que se besaban frente al mar, pero prefirió pensar que eran imaginaciones suyas solo para no verse en la necesidad de tener que contarlo.

Hoy, Esther cumple sesenta y seis años, María cumplió cincuenta y nueve la primavera pasada. A las diez de la mañana salen juntas de su casa vestidas de domingo y cogidas de la mano entran en el Ayuntamiento, donde el alcalde, un joven al que Esther enseñó las primeras letras en su escuela, oficiará la ceremonia. Todos los vecinos están invitados, pero no todos acudirán. Muchos lo celebran, algunos no lo entienden.

sábado, 10 de septiembre de 2016

¿SEIS MESES...UN AÑO A LO SUMO?

—Seis meses, un año a lo sumo—fue la sentencia del oncólogo. El cáncer había invadido sus órganos vitales y la medicina ya no podía hacer más que paliar en lo posible el sufrimiento.
Miguel nunca había destacado por su optimismo, aunque tampoco por lo contrario. Era, más bien, un hombre pragmático. Había asumido todos los contratiempos que la vida le había ido poniendo en el camino, tratando de superarlos porque no tenía más remedio, pero asumiendo sus consecuencias y no maldiciéndose por ello.
Rumiando la noticia, salió de la consulta en un marasmo de pensamientos, sin terminar de asimilar que a quien le habían puesto fecha de caducidad era a él mismo. Como si todo aquello le estuviese pasando a otro, sin embargo, el persistente dolor en el pecho le hizo  volver a la realidad de seis meses, a lo sumo un año.
—¡Hay que joderse!—se dijo—toda la vida intentando descifrar nuestro futuro. Legiones de videntes, adivinadores, quiromantes, echadores de cartas,…viviendo del afán de la gente por conocer su futuro y resulta que la única predicción  con visos de cumplirse es la que te da un médico para anunciarte que esto se acaba. Aunque, digo yo que, para adivinar que nos vamos a morir no hay que ser ninguna lumbrera, lo jodido es que te digan cuando.
Miguel vivía solo y pensó que esto era una ventaja, pues no tendría que darle la mala noticia a nadie, ni vería sufrir a nadie por su destino. Este era el concepto de optimismo que practicaba Miguel.
Había enviudado diez años atrás y él sí había sufrido el proceso de la pérdida de su mujer y, como conocía las consecuencias de una situación así, se alegró de que nadie pasase por eso mismo por su culpa.
De aquella familia le quedaba una hija, pero la relación con ella se había perdido hacía unos años, aunque hoy no sabría decir muy bien por qué. Lo que empezó con una discusión, seguida de la cabezonería de ambos de no ser el primero en rectificar, fue enfriando la relación hasta hacerla inexistente. Después, el tiempo hacía cada vez más difícil enmendarlo. Muchas veces había pensado en intentar solucionar aquel desencuentro, pero nunca encontró la forma de hacerlo. No sabría qué decir, cuando seguramente, no habría nada que decir, posiblemente solo bastase con una mirada, un gesto, un abrazo, un beso….
Ahora, cuando el tiempo se le acababa, Miguel pensó que lo único que no podía dejar pendiente era aquella herida abierta y ya no le dio más vueltas a qué decir, a cómo justificar el tiempo perdido. A fin de cuentas, tiempo era lo que ya no tenía.
Hacía años que ya no conducía. No se fiaba de sus reflejos, pero se había resistido a deshacerse de su viejo coche, al que cuidaba y mantenía a punto como si al día siguiente de cada día tuviese que emprender un largo viaje.
Aquel día se decidió a coger el coche y emprender el viaje que durante mucho tiempo había deseado hacer, pero que la irracionalidad o la cobardía le habían impedido. Un viaje de varias manzanas hasta la casa de su hija.
No le diría nada sobre su estado terminal, pues no era lástima lo que buscaba, sino recuperar el cariño de su hija. En esto iba pensando, tan absorto en ello que no se percató de que el semáforo acababa de ponerse en rojo. Al cruzarlo, vio venir por su derecha un autobús a la suficiente velocidad como para hacer imposible evitar el impacto. En aquella fracción de segundo, solo pudo pensar:
—¡Joder!, para uno que me adivina el porvenir, ni siquiera acierta.


martes, 6 de septiembre de 2016

CONVERSACIONES CON MI PROSTATA (V)

-¿Y qué piensas hacer?
-De momento cuidarte a ti lo mejor que pueda, pues de tu salud depende la mía.
-Gracias, compañero, pero como eso ya lo daba por descontado, mi pregunta era algo más concreta.
-Lo sé, lo sé,...pero ahora mismo no tengo una respuesta clara. Ya no se trata tanto de mí, porque a fin de cuentas, tendré que asumir las consecuencias de mis males, pero la pregunta es...¿Tengo derecho a arrastrar a alguien a una vida incompleta ? ¿Cuánto tardaré en odiarme por ello? O ¿Cuánto tiempo pasará hasta que me pidan cuentas?
Aún nos queda mucho camino por recorrer, pues como ves, llevamos varios años de visitas y consultas y estamos casi como al principio. Se han sucedido las ecografías, los análisis, las pruebas de tu fortaleza y algunas más que ahora no recuerdo, y el resultado siempre es el mismo. Te niegas a adelgazar, aunque parece que estás en un peso estable y eso me alegra.
-¡Vaya!, menos mal, me quitas un peso de encima.
-Que más quisiera yo que quitarte todo el que te sobra, pero me temo que tendremos que seguir queriéndonos como somos.
-Oye, ¿Tu crees que  todos los que sufren nuestras mismas desavenencias tienen los mismos problemas?
-No lo sé. Tradicionalmente se han relacionado los males de tus congéneres con el ocaso de la vida sexual de los hombres, pero puede que esto solo sea una leyenda urbana, o puede que tenga algo de verdad. Lo cierto es que cada cual gestionará sus males, sus miedos y sus fantasmas como mejor pueda y sepa, pero cuando de fantasmas se trata, generalmente tendemos a guardarlos en el castillo y si alguna vez osan mostrarse, el resultado, casi siempre, es el contagio del miedo, por eso procuramos atarlos con cadenas y bolas de hierro para que se muevan lo menos posible y ya que a nosotros nos tienen temblando de miedo, al menos que no asusten a quienes tenemos al lado.
Lo que me pregunto es ¿si no sería mejor mostrarlos tal y como son?, porque a lo mejor resultaría que no son sino producto de nuestra propia inseguridad y un solo soplo bastaría para desvanecerlos.
-¡Uff! , que profundo te has puesto. No sé si soy capaz de seguirte.
-Pues vas a tener que hacerlo, porque en breve tenemos otra cita con el señor Urólogo.
-¿El mismo de la otra vez?
-No, este es nuevo y me parece que quiere volver a empezar desde el principio.
-¿Con saludo incluido?
-No creo que quiera intimar contigo, le bastará con verte por televisión y seguramente querrá verte trabajar, porque debemos ir con el depósito bien lleno de agua.
-Intentaremos estar a la altura.
-En ti confío compañera.
Habían pasado cinco años desde nuestro primer encuentro y ya había aprendido a soportarte, a cuidarte e incluso a quererte porque de tu salud dependía la mía, pero ahora tendría que aprender a mostrar tus consecuencias sin avergonzarme por ello, a pelear por una vida diferente, pero no por ello menos satisfactoria.
Esta vez nos habían citado de buena mañana. El escenario era diferente al que habíamos conocido hasta ahora, pues en ese tiempo habíamos cambiado de residencia y con ello de Comunidad Autónoma. Esto no tendría por qué suponer un problema, pero pronto veríamos que alguna dificultad nos iba a acarrear esta circunstancia.
Llegamos puntuales, con casi dos litros de agua bailando en mi tripa que pronto empezaron a molestarte y te empeñaste en evacuar de urgencia. Como la señorita de recepción no nos había dado ninguna instrucción, solo se había limitado a inscribir nuestra cita y advertirnos que estuviésemos atentos a la llamada que se produciría a través de una pantalla, aguantamos, en realidad fui yo quien aguanté tus continuas llamadas de socorro para que te salvase de la inundación, pues entendía que si nos habían citado con el agua hasta el corcho, sería para algo y no era cuestión de soltarla gratuitamente solo porque tu no fueses capaz de aguantar un poquito.
-Total, si nos han citado a esta hora, no creo que tarden mucho en llamarnos, te dije para calmarte.
Pero el tiempo pasaba y la dichosa pantalla no se acordaba de nosotros, así que dos horas mas tarde y harto ya de movimientos de piernas disuasorios de la necesidad incontenible que nos atormentaba, me dirigí a la recepción para hacerles ver la circunstancia y ahí nos llegó la primera sorpresa.
-Debería usted haberme avisado cuando tuviese ganas –me dijo- pues antes de que le vea el doctor hay que hacerle una medición (ahí me asusté) …de caudal e intensidad.
-Pero usted no me ha dicho nada de eso – protesté.
-Se me habrá pasado – contestó con toda naturalidad.
Pero no se si fuera por aquello de la autoridad de las batas blancas o porque la urgencia que nos ocupaba no nos dejaban pensar demasiado, no dije nada, solo me preocupé en desalojar mi vejiga lo más rápidamente posible. ¿Recuerdas que descansados nos quedamos?
Con tres horas de demora nos recibió el doctor y ahí íbamos a recibir nuestra segunda sorpresa. ¿Qué le pasa a usted? – fue la pregunta su pregunta.
-¿Cómo que qué me pasa? – pensé – ¿después de cinco años aun me pregunta qué me pasa? – Pues lo que dice el historial – contesté de no muy buen humor – que aquí a mi compañera le ha dado por engordar.
-Es que yo no tengo su historial – me dijo – si usted ha cambiado de Comunidad Autónoma, aquí no tenemos su historial, tenemos que hacerlo de nuevo.
No podía creer lo que estaba oyendo. En la era de la informática y de las comunicaciones, el sistema de salud no se comunica entre diferentes administraciones.
-Increíble – dije mientras veía como aquel hombre empezaba a mirarme mal –como increíble también me parece que nos hayan citado a las diez de la mañana y sea la una de la tarde cuando nos reciben – me desahogué.
-Cállate que la liamos – te oí decir por lo bajo.

¡Y vaya si la liamos!, 
Aunque yo me había apresurado a decir que, posiblemente no era culpa suya, sino de la organización del sistema, creo que se lo tomó de forma personal, porque su respuesta fue algo chocante. ¿Recuerdas?
—Yo llevo aquí desde las ocho de la mañana y no me quejo— dijo—además—subrayó—siempre tenía la opción de marcharse.
No me pude contener, lo siento, ya me había estado conteniendo durante dos horas y mi capacidad de contención, en todos los sentidos, se había agotado.
—La diferencia entre usted y yo—contesté—es que usted está aquí por obligación porque este es su trabajo, yo estoy por necesidad y por derecho y ambas cosas anulan la opción de marcharme sin ser atendido.
Por una vez me enfrenté a la autoridad de una bata blanca y te confieso que me quedé muy a gusto.
Poco mas sacamos en claro de aquella visita, solo que todo parecía seguir igual y que volveríamos a vernos en unos meses. Parece, compañera, que lo que nos espera hasta el final de nuestros días es pasar por revisión cada cierto tiempo. Sólo espero que los próximos profesionales que nos atiendan hayan desayunado mejor que este.

Mientras tanto, tu y yo, a cuidarnos mucho.  

CONVERSACIONES CON MI PROSTATA (IV)

Nos decían que para descartar otras posibilidades había que realizar algunas pruebas mas como ecografías, radiografías de contraste, análisis, y qué se yo cuantas cosas más, pero si en realidad hubiesen existido esas otras posibilidades, con el tiempo transcurrido, seguramente hubiéramos perdido ya la posibilidad de tratarlas.
Posiblemente todo esto sean reflexiones de un paciente y sufriente profano en la materia, asustado porque empieza a notar los efectos del paso de los años que, indudablemente, merman la calidad de vida. Posiblemente esto no va más allá de lo que coloquialmente llamamos “la aparición de goteras” , y nunca mejor dicho en este caso, pero te confieso que, a pesar del carácter de normalidad que nos quieren hacer asumir, me resisto a aceptarlo como tal.
-Me parece que, en realidad, lo que te niegas a asumir es que tu vida sexual esté desapareciendo y que  no encuentres el modo de parar el desastre.
-Oye, noto un cierto tono irónico en tus palabras. Más te valdría callar sobre este tema – respondí.
-¿Aún sigues culpándome a mí de esto? - quisiste defenderte- ya te dijeron que no está probado que yo sea la causa.
-Es cierto, pero que no pueda probarse no quiere decir que no lo sea, pero no se trata de buscar culpables ahora, sino de encontrar soluciones.
-¿Las has buscado? - preguntaste.
-Claro que las he buscado. Con cada profesional que me he reunido, y últimamente han sido muchos, por esta y por otras causas, he sacado el tema, pero las soluciones que me aportan no  me terminan de convencer.
-¿Por qué?, al fin y al cabo ellos son profesionales y deben saber lo que necesitas.
-Eso mismo pensaba yo, pero cuando el daño ha traspasado los límites de lo meramente físico, creo que las soluciones son bastante más complejas que lo que pueda aportar un fármaco.
-Creo que me estoy perdiendo  – reclamaste.
-Intentaré explicarme. En primer lugar hay que distinguir entre deseo sexual y capacidad para realizarlo. El que mi capacidad haya disminuido, no quiere decir que haya desparecido el deseo. Este aun sigue vivo, aun me agarra las tripas, pero ahí se queda. Te pondré un ejemplo. La persona que pierde la vista en la mitad de su vida, no ha perdido el deseo de ver, sino la capacidad de hacerlo y se esfuerza en ello. Aprende a ver de otro modo, con el tacto, con el oído, con el olfato, pone, en fin, sus otro sentidos al servicio del que no puede usar y, de algún modo, termina viendo, e incluso teniendo una vida plena. No con la plenitud de quien no sufre su carencia, pero si con la de quien ha sabido adaptar su situación a una nueva realidad.
-¿Quieres decir que tú también tendrías que adaptarte?
-Algo parecido, pero en este caso, y ahí está el matiz, no soy yo solo quien debería adaptarse, sino que también tendría que hacerlo quien comparte conmigo su sexualidad y la mía, porque el sexo, como bien sabes compañera, es cosa de dos.
-¿Y por qué no lo hacéis?- preguntaste con inocencia.
-Esa es una buena pregunta que merecería una respuesta simple, pero que desgraciadamente no la tiene. Te dije antes que cuando el daño supera la barrera física, la reparación se torna compleja y, en lo tocante al sexo, la barrera entre lo físico y lo psicológico es muy débil, casi imperceptible, y lo peor de todo es que ese daño secundario, el psicológico, no me afecta solo a mí, sino que también lo hace con mi pareja. ¿Entiendes ahora por qué no me sirven los remedios que me ofrecen los profesionales?
Si cuando todo esto empezó lo hubiéramos afrontado juntos, conscientes de que, de algún modo, ambos éramos afectados del mal, el uno como portador y la otra por contagio, y que el mal no operaba del mismo modo en los dos, pero a ambos nos enfermaba y que la hipotética curación de uno no presuponía la del otro. Si esta educación castrante que arrastra la humanidad, que impide hablar abiertamente de enfermedades relacionadas con el sexo mientras podemos hablar de otras como el cáncer o incluso el sida, no me hubiera impedido afrontarlo con realismo, tal vez lo hubiéramos superado, pero ahora el mal está enquistado y será difícil erradicarlo.
-Hablas como si renunciases a encontrar una solución.
-No, aun no he renunciado a nada y, el primer paso, es que por primera vez estoy hablando con alguien de esto.
-Pero yo no cuento, yo soy una parte pasiva del conflicto.

-Para mí si cuentas. Expresar estos sentimientos y asumir en voz alta mi cobardía y mis miedos, significa mucho. Tú me has servido de excusa para, empezando a culparte de mis problemas, ir descubriendo que yo soy el único responsable, que cuando el lobo lanzó sus primero aullidos no quise oírlos, que cuando la primera, la segunda e, incluso, la tercera vez en que el deseo se me deshizo entre los dedos como algodón de azúcar busqué en el libro de las excusas una explicación mentirosa que me convenciese de que el mal era pasajero. Pero hoy se ha instalado y mucho me temo que con intención de quedarse para siempre.

domingo, 4 de septiembre de 2016

CONVERSACIONES CON MI PROSTATA (III)

¿Cuántas cosas pasan por nuestra vida cuyo destino está indisolublemente ligado al nuestro y no somos conscientes de ello?. Creo que desde ese momento, dediqué un poco mas de mi tiempo a reflexionar sobre ello y, desde entonces, he tenido ocasión de sorprenderme con alguna que otra evidencia.
La espera fue larga. Un mes es demasiado tiempo para mantener la incertidumbre sobre qué apellido darían al motivo de tu sobrevenida obesidad, tal vez “hiperplasia benigna”, en cuyo caso, aunque estaríamos ante una situación que nos causaría molestias, situaciones incómodas e incluso haría nuestra vida un poco más difícil, al menos no correríamos el riesgo de un desenlace doloroso, pero si por el contrario fuese calificado como “adenocarcinoma”, la situación sería bien distinta, tanto que durante ese tiempo evité pensar en ello y creo que lo conseguí
Bueno, creo que te estoy aburriendo con denominaciones extrañas que te sonarán a chino y con reflexiones que pueden asustarte, así que apliquemos la máxima de no empezar a bailar hasta que no empiece la música.
Y la música sonó y su sonido fue agradable y la letra terminaba el verso con la palabra “benigna” y nos relajamos un poco, pero tan solo un poco, porque esto no descartaba el rosario de pruebas, tratamientos y efectos que trastocarían nuestras vidas. Había empezado el baile y aunque estábamos dispuestos a salir a la pista, aun no sabíamos hasta que punto podría ser agotador.
La señora Doctora, determinó entonces que debería ser alguien con mayores conocimientos en relaciones como la nuestra quien se hiciese cargo de guiar y cuidad nuestra convivencia. Ella misma tramitó la entrevista, aunque el tal señor Urólogo (así se llamaba) debía ser un señor muy ocupado, pues su agenda no encontró un hueco hasta siete meses después.
-Bueno, si está tan ocupado será porque debe ser muy bueno en su trabajo  y tiene mucha clientela,- te dije, pero creo que no te hizo demasiada gracia tener que esperar tanto. Ahora te confieso que a mí tampoco me gustó demasiado.
Durante esos siete meses tuviste momentos de verdadera irritación. No me negarás que en varias ocasiones pagaste conmigo el enfado. A veces impidiendo la evacuación cuando mas necesidad había de ello, o provocando inundaciones inesperadas, aunque te diré que lo que más me molestaba eran esas intermitentes goteras que, a veces, quedaban tras la evacuación.
También, en alguna ocasión en que se manifestó mi deseo como hombre, o quise corresponder al deseo de mi compañera, me dejaste solo, me abandonaste a mitad de la carrera y, en ocasiones tuve que recurrir a otras ayudas que permitiesen que, al menos, mi compañera llegase a la meta con un mínimo de dignidad, mientras la mía se esfumaba con tu deserción.
Fue un tiempo de desconcierto, de inseguridades y de miedo a que la fuerza que a ti se te escapaba, se llevase consigo lo único estable que había en mi vida, mi matrimonio.
Parecía que no llegaría nunca, pero llegó. Con el frio de enero, nos recibió el atareado señor Urólogo. Acudimos a la cita algo nerviosos y con mucho que contarle, pues muchas habían sido las cosas que nos habían pasado en aquel tiempo. De camino a la cita, fuiste enumerándome todos los episodios que habíamos pasado juntos, como recordatorio y con la intención, supongo, de que no me dejase nada en el tintero del recuerdo. Habíamos puesto mucha esperanza en aquel momento, tal vez porque ambos la necesitábamos, porque en el fondo abrigábamos la quimera de que un tratamiento especializado nos devolvería a la normalidad.
El resultado fue algo decepcionante. La enumeración de los hechos, por mi parte, fue exhaustiva, pero supongo que el señor Urólogo ya había oído la misma letanía muchas veces y su protocolo de actuación respondía a una rutina propia de quien, estando harto de tratar casos como el nuestro, se siente llamado a causas más altas.
-Ni puñetero caso – me dijiste al salir de allí.
-No, no es eso, si que nos ha escuchado – quise tranquilizarte- y nos ha citado para dentro de un mes para hacernos unas pruebas. Lo que pasa es que a lo mejor tenía un mal día.
-Pues eso debe ser, porque la simpatía no le sobraba. Y, por cierto, ¿qué clase de pruebas? - me preguntaste inquieta.
-Pues creo que le llaman “ecografía”.
-Y eso, ¿qué es?, no se les ocurrirá volver a tocarme.
-No, no te preocupes, es solo que vas a salir en la tele. Tendrás tu minuto de gloria y yo la oportunidad de verte por primera vez. Al fin nos vamos a ver las caras tu y yo.
Esto se estaba convirtiendo en una especie de juego en el que íbamos superando fases, con la esperanza de llegar  a algún desenlace, aunque con la incertidumbre de no saber cuántas fases tendríamos que superar, en cuál de ellas obtendríamos el premio o, incluso, si al final habría realmente premio. Había pasado un año y estábamos  casi como al principio, es cierto que habíamos despejado una duda importante, que tu dolencia no era letal de necesidad, pero yo me preguntaba, ¿hacía falta un año para llegar a esa conclusión y no avanzar más en una posible solución, si la había? ¿Las miles de parejas que viven problemas como el nuestro sufren el mismo proceso o nos había tocado a nosotros ser los tontos de la clase?. Eran preguntas que me hacía, y me sigo haciendo hoy, cinco años después.

CONVERSACIONES CON MI PROSTATA (II)

No te vi demasiado entusiasmada con la noticia, pero tampoco pusiste demasiada resistencia, aun a sabiendas de que la tal señora Doctora intentaría incomodarte con algo que para ti resultaría totalmente novedoso y hasta desagradable. Sabías que no solo te ofrecería su saludo, sino que intentaría  un apretón de manos o una palmadita en la espalda y como en tus sesenta años,  jamás habías tenido contacto físico con nada ni con nadie, entendí tu nerviosismo y, de alguna manera, me contagié de él.
A la cita acudimos con tranquilidad de pronóstico reservado, tú por ignorancia y yo por resignación, pues alguna otra pareja que, como nosotros, había pasado por este trámite, me habían contado su experiencia.
En el lugar de la cita, un despacho de consulta profesional con poco mobiliario, una mesa de oficina con dos sillas para las visitas, alguna estantería y, al fondo, una camilla para reconocimientos, nos recibió la señora Doctora con  gesto frio a la vez que educado. Tras el saludo de rigor entre ella y yo, pues tú te abstuviste de hacer notar tu presencia, me pidió que le relatase cómo era nuestra relación, en qué circunstancias se interrumpía nuestra comunicación y hasta qué grado de sufrimiento podíamos llegar cuando esto ocurría.
Lo hice de la forma más objetiva posible, intentando no aparecer de víctima que, a la postre, es la posición más cómoda, intentando reconocer mis errores y mi proceder inadecuado en algunos momentos. Me escuchó sin interrupciones, tan solo alguna pregunta aclaratoria de vez en cuando, y tomando cumplidas notas de mi relato de los hechos.
Cuando creyó tener una idea aproximada de la situación, con esa frialdad profesional que caracteriza a la gente de su gremio, pronunció tres únicas palabras:
-Bájese los pantalones.
En ese momento, te oí murmurar: -Estará de broma, no le hagas ni caso, vámonos de aquí.
Ignorando tus protestas, cumplí la escueta orden sin rechistar. -¡Güevón! – te oí decir.
Acodado en la camilla del fondo, con la parte superior de mi cuerpo apoyada en ella y con mi dignidad enrollada en los pantalones a la altura de los tobillos, esperé con resignación la extraña maniobra que la señora Doctora se disponía a realizar.
La incómoda postura y lo insólito de la situación me impedían ver con claridad cuales eran sus intenciones, aunque poco había que pensar para adivinarlas. Se disponía a saludarte. El chasquido de una guante de látex ajustándose a su mano me confirmó mis temores…y los tuyos, que al oír el ruido te asustaste como una vieja e intentaste huir despavorida.
El saludo fue rápido, sólo una palmadita en la espalda a la que tú, haciendo gala de una cierta descortesía no correspondiste.
Al acabar, tardé dos segundos en recomponer mi vestimenta y bastante tiempo mas en recomponer mi dignidad.
-¿Por qué le has dejado entrar? - me recriminaste nada mas salir de la consulta.
-Te aseguro que no pude hacer otra cosa – respondí.
-¿Cómo que no?, prohibirle la entrada, ya lo has hecho otras veces.
-Pero no es lo  mismo, no son las mismas circunstancias. Deja que te explique algo sobre el poder, el mando  y la obediencia. Si hay algo entre las personas a lo que nadie es capaz de oponerse, es a la autoridad de una bata blanca. Cuando alguien investido con la autoridad de una bata blanca, ya sea médico, enfermera, celador o señora de la limpieza,  te dice desnúdate, no hay quien se atreva a incumplir la orden. Me rio yo de los galones militares. Hasta en los talleres de reparación de vehículos se ven empleados con bata blanca, que uno piensa que no parece el color mas adecuado para andar entre grasa de motores, pero no, ellos no andan entre suciedad, ellos son los que te hacen la factura de la reparación y, a ver quién tiene pelotas para discutirle la factura a un tío con bata blanca.
Y esto, no es exclusivo de la especie humana. He visto perros grandes como caballos y fieros como leones, comportarse como corderitos ante la presencia de la bata blanca del veterinario. Así que no me vengas con quejas a destiempo. Además era absolutamente necesario para comprobar tu estado de salud.
-Pero habrá otros métodos para hacer esa comprobación.- seguiste protestando.
-Bueno, deja ya de quejarte, no ha sido tan horrible – dije, tratando de zanjar la cuestión – tú y yo conocemos parejas como nosotros, donde ella recibe visitas casi a diario y no se queja, mas bien parece que le hace feliz tener una vida social tan ajetreada.
-¿No estarás pensando en....? - te apresuraste a decir.
-No tengas miedo, me parece que a estas alturas ya no voy a cambiar de hábitos...aunque quién sabe, a lo mejor te arreglaba un poco ese cuerpo serrano – añadí en tono de broma para relajar el ambiente.
-Bueno, ¿qué te ha dicho? ¿cómo me ha encontrado? - preguntaste ya un poco mas tranquila.
-Pues que tienes sobrepeso.
-¿Que tengo qué?
-Que estas gorda – aclaré.
-Oye, oye, sin faltar, que tu eres calvo y yo no te lo echo en cara.
-Que no, que no...que no intento faltarte, pero al parecer has engordado algo más de la cuenta y eso te impide trabajar como es debido, pero aun hay que hacer algunas pruebas más para saber si esa tendencia a engordar está producida por algo que pudiera resultar realmente grave.
-¿Y tendré que volver a saludar a esa señora? - preguntaste algo asustada.
-No lo creo – respondí – la próxima reunión la tendremos, posiblemente, con alguien un poco más especializado en la materia  y, allí, seguramente, no habrá saludos, aunque mucho me temo que tendremos que someternos a alguna sesión de fotos o vídeos.
-Que ilusión, seremos famosos – dijiste.
-Bueno, no creo que llegue a tanto, además nuestro público será algo reducido, pero por ahora, de momento, nos centraremos en esas primeras pruebas que descarten alguna causa grave en tu organismo.
Con la sensación de haberte tranquilizado, pero con la preocupación sobre el resultado de las pruebas, que no tendríamos hasta pasado casi un mes, creo no equivocarme al decir que, en aquel momento, nos sentimos tan cerca el uno del otro que supimos que ya nunca ninguno de los dos sería indiferente a la suerte del otro. Y aunque esto fue así desde el principio, yo no supe verlo hasta ese momento.

CONVERSACIONES CON MI PROSTATA (I)

Pasamos sesenta años juntos y nunca nos habíamos intercambiado ni siquiera el saludo. Yo sabía de tu existencia porque tu vecindad me vino de serie como a todos los humanos varones, pero nunca antes se me ocurrió pasar a saludarte y establecer contigo una relación que cuidase nuestra obligada convivencia.
Tú, como corresponde a tu condición femenina, controlabas y, supongo que a veces, sufrías mis excesos. No te quejabas cuando fumaba en tu presencia, aunque era obvio que perjudicaba tu vida tranquila. Tampoco, cuando mis excesos con la cerveza te hacían trabajar jornadas extraordinarias presentaste reivindicación laboral alguna, ni siquiera cuando yo, alardeando de hombre duro, me atiborraba de picante en las comidas, me mandaste mensaje alguno de las molestias que te estaba causando.
Hoy no deja de asombrarme tu capacidad de sufrimiento callado y tu resistencia al mal trato, aunque en mi defensa (pobre defensa) diré que pocas veces fui consciente del bien que me proporcionabas con tu estar silencioso y tu trabajo incansable, y en esta inconsciencia y sin ánimo de hacerte daño, te  fui maltratando hasta que tu capacidad de resistencia terminó por agotarse.
Estoy seguro que en tu decisión no hubo hartazgo, no hubo revanchismo ni postura tajante que dijese -¡hasta aquí hemos llegado!, solo incapacidad material de seguir otorgándome tus cuidados con la misma eficacia con que lo habías venido haciendo durante tantos años.
No pediste  baja laboral, ni  despido, ni me anunciaste una convocatoria de huelga que me hiciese entrar en razón y pusiese remedio a la precariedad laboral a la que te tenía sometida. Simplemente seguiste trabajando como pudiste, aunque tu rendimiento y productividad cayó hasta el límite en que pensé que si no ponía algún remedio, mi vida tranquila se vería seriamente afectada, aunque para entonces ya se habían causado daños irreversibles. Nunca volverías a tener tu fuerza, ni el sueño tranquilo de toda una noche. Tus desvelos nocturnos despertando cada dos o tres horas, me obligaban a despertarme a mí para ayudarte a realizar el trabajo que, por cansancio, habías dejado atrasado durante el día. Sin tu quererlo me devolviste a aquellos años en que el llanto de mis hijos recién nacidos me rompían el sueño varias veces en la noche y me obligaban a levantarme para atenderlos.
Como si de un bebé se tratase, tú también me obligas a atenderte varias veces en la noche, y lo hago con una mezcla de gusto, fastidio, necesidad y obligación y, últimamente, con la resignación de que así será por el resto del tiempo que nos quede juntos.
Pero no te preocupes, no estoy enfadado contigo, a fin de cuentas, tu rebelión no ha sido violenta como ha ocurrido en otros casos, en los que ha sido necesario tomar medidas…disciplinarias (diría yo) para hacerte entrar en razón y, en muchos de esos casos, las consecuencias para ambos han sido letales.
Espero que por el bien de los dos, sigas en esa actitud razonable, trabajando lo que puedas. Yo prometo ayudarte, evitarte, en la medida de lo posible, la fatiga innecesaria y, como ya sabes, he recurrido a profesionales para que nos ayuden a recomponer nuestra apreciada convivencia.
Ahora quiero repasar contigo este tiempo de tribulación que llevamos viviendo juntos desde que me anunciaste tu primera queja.
No voy a negar que mi primera reacción fue la de responsabilizarte exclusivamente a ti del perjuicio que me ocasionaba tu descenso de productividad. Te taché de floja, de débil e incluso de vaga por no trabajar como es debido y, sobre todo, bramé contra ti cuando al bajar tu efectividad, mi virilidad se vino abajo de forma estrepitosa, y ya debes saber tu lo que eso significa para la autoestima de cualquier hombre en este mundo machista y de virilidades mal entendidas.
Ya, ya se que tú no tienes culpa de que nos hayamos educado mal, de que nos cueste entender que cualquier contratiempo funcional relativo a la mal llamada hombría, hay que contemplarlo como lo que en realidad es, una disfunción que debe ser tratada como tantas otras que sufrimos a lo largo de nuestra vida, pero jode y bastante.
Tanto jode en un primer momento, que hasta llegué a denunciarte. Sí, te denuncié, a los especialistas en la materia, por agresión, esperando que ellos tomaran medidas contra ti para reparar el daño causado, pero tras una investigación de los hechos, concluyeron que todas las pruebas aportadas eran circunstanciales, que no estaba probada la relación causa efecto y que existían dudas razonables sobre tu culpabilidad, pero de todo esto, de sus causas y de sus consecuencias hablaremos mas adelante, porque aunque no haya pruebas concluyentes que puedan inculparte, yo aun tengo mis dudas y, créeme, sin acritud y sin rencores, deberemos trabajar juntos para paliar en lo posible este contratiempo.
Cuando cinco años atrás empezaste a vaguear (permíteme la ironía), ante la imposibilidad material de que tu y yo pudiésemos arreglar nuestras diferencias por nosotros mismos, recurrí a la mediación de un profesional en la resolución de estos conflictos. Recuerdo que te lo anuncié unos días antes de la fecha en que habíamos sido citados en su consulta.
 –Iremos a ver a alguien que puede ayudarnos – te dije – es una señora y se llama Doctora y aunque no es demasiado simpática, no debes preocuparte porque me consta que es muy seria en su trabajo y tiene bastante experiencia en casos como el nuestro.

AL FIN SOLOS

-          Julián, me voy- dijo Adela sin levantar la mirada y sin interrumpir el movimiento mecánico de elevar y descender la cuchara del plato a la boca y viceversa.
-          ¿Volverás muy tarde? – preguntó Julián con el mismo desinterés  que percibió en el anuncio de Adela.
-          No, Julián, no me has entendido –aclaró Adela, ahora sí, levantando la mirada hacia su marido mientras dejaba la cuchara suspendida a medio camino entre su boca y el plato- me voy para siempre, te dejo.
-          ¿Que me dejas? ¿Cómo que me dejas? ¿Que te quieres divorciar? – preguntó Julián intentando sobreponerse a la sorpresa.
-          Lo del divorcio es cosa tuya – dijo Adela – si quieres que haya divorcio oficial, por mí ningún problema, ni en el fondo ni en la forma, pero mañana me voy. De momento me llevo lo imprescindible y ya te llamaré para decirte cuando vengo a buscar mis cosas.
-          Pero, ¿y la casa, las cuentas corrientes, en fin…todo, qué vamos a hacer con todo eso, y a los niños, cómo se lo vamos a explicar?
-          No te preocupes ahora por eso, seguro que encontramos una solución que nos satisfaga a los dos, en cuanto a los niños, te recuerdo que el menor ya tiene treinta años y el mayor ya ha pasado por esto mismo, así que no creo que necesiten demasiadas explicaciones.
Mientras hablaban, ambos se habían levantado de la mesa y de forma mecánica, tal como hicieron siempre, habían empezado a recoger la mesa. Julián los platos y los cubiertos, Adela la sopa sobrante y la fuente con los filetes que no habían comido. Como cada día, él se ocupaba del lavavajillas y ella de guardar en el frigorífico la comida sobrante para reciclarla al día siguiente. 
En los casi cuarenta años que llevaban juntos nunca habían pasado por una de esas crisis que dicen que sufren todas las parejas. Nunca habían dado muestras de cuestionarse su relación. En algún momento habían tenido desavenencias, diferencias de criterio e incluso alguna que otra discusión más o menos fuerte, pero nada que el paso de una noche no solucionase.
Se casaron jóvenes, ninguno de los dos había cumplido los veinticinco y los hijos llegaron pronto y con ellos, Adela tuvo que dejar su trabajo para cuidarlos, mientras Julián procuró alargar sus jornadas laborales para conseguir así algunos ingresos extras.
Nunca pasaron grandes apuros económicos. Se compraron el piso en el barrio de El Pilar y con algunas estrecheces consiguieron pagarlo. Pocas vacaciones para que sus hijos tuviesen una carrera y ya no recordaban la última vez que fueron al cine.
Desde hacía varios años, vivían solos. Los hijos independizados y Julián a punto de la jubilación y si en algún momento se plantearon hacer un pequeño viaje de placer, la falta de costumbre y, posiblemente de no ejercitarla, la falta de ganas, les hicieron desistir.
Julián estaba tan asentado en esta cómoda monotonía, dando por sentado que debería ser igual de cómoda para Adela, que el anuncio de su marcha solo le resultó incomprensible. No se planteó nada más, ni los motivos, ni donde habría pensado ir Adela, ni siquiera qué haría él después y Adela no estaba dispuesta a dar demasiadas explicaciones.
A la mañana siguiente, Adela abandonó la casa sin mas equipaje que una pequeña maleta con algo de ropa y utensilios de aseo. Al cerrar la puerta tras de si, todavía en el descansillo, miró la maleta y como dirigiéndose a ella, dijo : -Al fin solas.

Julián, se quedó sentado en el sofá del salón, cogió el mando de la televisión, la encendió y mirando al mando y como dirigiéndose a él, dijo : -  Al fin solos.

DE VEZ EN CUANDO LA VIDA

“De vez en cuando la vida nos besa en la boca” decía el verso de la canción. La había escuchado innumerables veces porque era una de las preferidas de su madre, pero no era su estilo de música. Podía reconocer la voz del intérprete, pero no sabría decir su nombre, solo que era aquel cantante catalán, ya mayor, que había salido algunas veces con Sabina.
Nunca había prestado atención a la letra y la melodía, para su gusto, era demasiado suave. Sus gustos musicales estaban más cerca de los ruidos que de la música con mensaje (canciones con “recao” decía su padre). Pero aquella tarde, cuando por casualidad, al pasar por delante de una de las tiendas de música de la calle Barquillo escuchó el primer verso en la voz de Serrat, sin saber por qué se quedó frente al escaparate atrapado en aquella melodía. Nunca antes la había entendido o quizás nunca antes la había escuchado como lo hacía ahora porque nunca antes, pensó, la vida le había besado en la boca.
Desde que tenía uso de razón, y de eso no hace tanto tiempo, había estado enamorado de su vecina del tercero. Habían crecido juntos, habían ido al colegio juntos y ahora iban juntos al mismo Instituto. Era su amiga del alma, su compañera de juegos y confidencias y, tal vez por eso, había ocultado ese amor incluso negándoselo a si mismo porque uno no puede enamorarse de su amiga del alma, o quizás fuese porque aun no había aprendido a distinguir los sentimientos, pero algo le había hecho despertar a la realidad del tirón en el estómago a los dieciséis años, ese tirón que duele, que te paraliza, que seguramente volvería a sentir otras veces a lo largo de su vida, pero nunca con la misma intensidad.
Al salir de clase, había visto a Yolanda coquetear con un compañero de curso, pero no uno cualquiera, la había visto con Javier, el guapo, el líder, por el que todas las niñas suspiraban y sintió una mezcla de celos y envidia, no demasiado sana por cierto, y se dijo que la simple amistad no podía hacer tanto daño. Había leído que el amor, a veces, dolía y llegó a la conclusión de que el dolor que sentía en aquel momento no podía ser otra cosa que  amor.
El coqueteo no llegó a nada, o pudo ser que ni siquiera existiese y que solo estuviese en su imaginación, pues cuando Yolanda le vio corrió hacia él, como hacía cada tarde, para regresar juntos a casa,  pero él ya había tomado una decisión, le contaría a Yolanda lo que acababa de sentir aunque pusiese en peligro su amistad.
Los ojos de Yolanda brillaron cuando Iker le confesó torpemente su amor. Un fuerte color rojo inundó sus mejillas y sus labios buscaron los de Iker dejando en ellos un beso torpe a la vez que salía corriendo mientras él se quedaba paralizado incapaz de seguirla. Vagó sin rumbo por las calles saboreando aquel “no beso” y sintiéndose el hombre, porque le hizo sentirse hombre, más feliz del mundo.
No se quedó a escuchar el final de la canción. La última estrofa:
De vez en cuando la vida nos gasta una broma
Y nos despertamos sin saber que pasa,
Chupando un palo sentados
Sobre una calabaza.

Pero eso ya se lo enseñaría la vida en su momento. Aquella tarde, la vida le había besado en la boca.

REVELAR EL ROLLO

Hace algunos años, circulaba entre la gente un chiste de los miles que el acerbo popular cultiva y de los que nadie sabe quien fue su creador ni este se preocupa en proclamar su autoría.
El chiste en cuestión relataba que, entra un señor a una tienda de fotografía. El dependiente, muy amable, se dirige a él y le dice:- Buenas tardes, ¿qué desea?
El señor, le contesta : Buenas tardes, pues mire usted, deseo cambiarme el coche porque el que tengo ahora ya está un poco viejo, pero resulta que ahora no puedo porque aunque tenía unos ahorros, mi mujer se empeñó en hacer una pequeña reforma en casa, y ya sabe como son las mujeres, que cuando se les mete algo en la cabeza no hay quien las pare, pero ya le digo yo....
El dependiente, atónito ante el verbo suelto del potencial cliente, cortándole, le dice: -Perdone, ¿pero por qué me cuenta a mi todo eso?.
El señor le responde: Pues no lo se, pero como en la puerta hay un cartel que dice : “Entre y revele su rollo en una hora”.
Hoy este chiste no podría contarse mas que entre los mayores de treinta años que podrían recordar que hace mucho tiempo, las fotografías se hacían con máquinas que llevaban un carrete o rollo de película en el que se impresionaban las imágenes y, para obtenerlas en papel, había que llevarlas a revelar a establecimientos especializados y los mas avanzados daban un tiempo máximo de una hora para realizar el proceso de revelado.
Hoy la gente ya no revela las fotos, en todo caso las imprime, sin embargo, lo que nunca desaparecerá será el especímen que, como el señor del chiste, siempre esté dispuesto a revelar su rollo personal a quien se le ponga por delante.
En la era de la comunicación se dice que cada vez hay menos comunicación entre las personas, que hablamos menos, que las familias, que los amigos se comunican menos, entendiendo por comunicación  el contraste de pareceres y pensamientos. Sin embargo, la era de la comunicación, de las redes sociales, ha abierto un campo abonado para que florezcan legiones de amantes del revelado de rollos. Cuando uno abre facebook, lo único que encuentras son miles de mini-rollos personales revelados que, maldito el interés que el resto del mundo pueda tener en ellos y, además, tienen el descaro de pedirte que les digas si te gusta. Lo mismo podríamos decir de twiter, donde cada cual puede lanzar al mundo su pequeña historia esperando que los demás opinen sobre ella. Lo sorprendente es que la gente, conocida o desconocida, opina.
Tal vez sea por mi edad, porque soy de la generación de las máquinas de fotos de “rollo”, sigo admirando, aunque a veces me cargue, al revelador clásico, al que te lo cuenta de palabra, diréctamente a la cara, obligándote a escucharlo, incluso a opinar, sin que tu le hayas preguntado ni hayas mostrado el mas mínimo interés por su historia.
De todos ellos, hay uno que admiro por su técnica depurada para meterte en la “sala de revelado”. Es el que empieza preguntándote por tu vida, que tu entiendes como un acto de cortesía, pero no, ese acto de cortesía esconde una trampa de la que te será muy difícil salir.
El, te saluda muy educado y te pregunta: ¿Qué tal, cómo te va?, y tu, también muy educado, respondes con la generalidad que la pregunta se merece: -Bien, ya sabes, poco a poco....
A partir de aquí estas perdido, porque lo que viene es que sin que siquiera tu hayas osado interesarte por su estado, te lo va a contar con pelos y señales. Su familia, su trabajo, la reforma de su casa, sus ultimas vacaciones, todo aparecerá como contrapartida, supongo, de las escuetas seis palabras en las que tu has resumido la situación de tu vida.
A este especimen le da igual lo que puedas contarle sobre algo que te haya sucedido recientemente, que el siempre responderá contándote a ti tres o cuatro historia similares que le acontecieron algún día. Si empiezas a contarle, pongamos, un accidente reciente, no te dará tiempo a acabar el relato de los hechos, antes de que llegues al momento del golpe, te sorprenderás oyendo otro accidente que él tuvo tiempo atrás y, seguramente, adornará su relato con historias paralelas de familiares que andaban por allí, de su relación con ellos y de la discusión que tuvieron en la última cena de Navidad.
Por eso, últimamente, cuando necesito desahogarme de algo que me inquieta, cuando llega uno de esos momentos en que todos decimos que necesitamos a alguien que nos escuche, prefiero escribirlo, a fin de cuentas, el papel me va a hacer el mismo caso que el amigo revelador, pero al menos no me va a dar la brasa con su rollo cuando lo que necesito es que me escuchen y no escuchar, que cada cosa tiene su momento.
A veces me imagino, aunque no soy creyente, cómo sería que alguien se acercase a confesar su pecados y al primer pecado relatado, el cura le atacase con el relato pormenorizado de los suyos.
Pues eso, cuando toca escuchar, como los curas en confesión.