Era un pueblo con mar, con un inmenso
mar que bañaba su escasa costa. Olvidado del turismo y de los gobernantes que
no veían en él un caladero aprovechable de votos, las autoridades locales se
las veían y se las deseaban para obtener las mínimas condiciones para la vida
tranquila de sus vecinos.
Esther había llegado al pueblo allá
por los años setenta, recién acabada su carrera de maestra, fue su primer y
único destino tras aprobar las oposiciones. Por aquellos años aun se oían
gritos de niños jugando en sus calles, conversaciones y risas, al caer la
tarde, en cualquiera de los tres bares del pueblo, donde los hombres se reunían
al acabar las faenas del campo o conversaciones de mujeres en la panadería, la
tienda de ultramarinos o ante el camión del producto fresco que cada martes se
instalaba en la plaza.
Con los años, el pueblo se fue
despoblando, los jóvenes emigraban a la capital en busca de un mejor futuro y
las risas de los niños se fueron apagando, las conversaciones en el bar (solo
quedó uno) menos ruidosas y las mujeres que quedaron, menos habladoras.
La escuela se cerró y Esther,
incomprensiblemente para muchos renunció a la plaza que el Ministerio le
ofrecía en la capital. Esther se quedó en el pueblo. Tenía algunos ahorros y
desde hacía algún tiempo ayudaba a María a cuidar a su madre enferma de alzhéimer
mientras María atendía las labores del campo que les proporcionaba el sustento.
A veces, en las tardes de domingo, se
las veía pasear juntas a la orilla del mar o sentadas en el acantilado
admirando la puesta de sol. Hay quien decía en el pueblo que a Esther la había
enamorado aquel mar y aquellas puestas de sol y que por eso había decidido
quedarse allí para siempre y cuando alguien le preguntaba por ello, Esther bajaba
la mirada, sonreía y contestaba que quién podría resistirse a no enamorarse de
lo que este pueblo le había dado.
Cuando murió la madre de María, ya
nadie se cuestionó que Esther y María siguiesen viviendo juntas, la una
atendiendo la tierra y la otra atendiendo la casa. Era frecuente verlas pasear
en las tardes soleadas cogidas de la mano y algún vecino creyó ver algún día
que se besaban frente al mar, pero prefirió pensar que eran imaginaciones suyas
solo para no verse en la necesidad de tener que contarlo.
Hoy, Esther cumple sesenta y seis
años, María cumplió cincuenta y nueve la primavera pasada. A las diez de la
mañana salen juntas de su casa vestidas de domingo y cogidas de la mano entran
en el Ayuntamiento, donde el alcalde, un joven al que Esther enseñó las
primeras letras en su escuela, oficiará la ceremonia. Todos los vecinos están
invitados, pero no todos acudirán. Muchos lo celebran, algunos no lo entienden.
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