—Seis meses, un año a lo sumo—fue la sentencia del oncólogo.
El cáncer había invadido sus órganos vitales y la medicina ya no podía hacer más
que paliar en lo posible el sufrimiento.
Miguel nunca había destacado por su optimismo, aunque tampoco
por lo contrario. Era, más bien, un hombre pragmático. Había asumido todos los
contratiempos que la vida le había ido poniendo en el camino, tratando de
superarlos porque no tenía más remedio, pero asumiendo sus consecuencias y no
maldiciéndose por ello.
Rumiando la noticia, salió de la consulta en un marasmo de
pensamientos, sin terminar de asimilar que a quien le habían puesto fecha de
caducidad era a él mismo. Como si todo aquello le estuviese pasando a otro, sin
embargo, el persistente dolor en el pecho le hizo volver a la realidad de seis meses, a lo sumo un año.
—¡Hay que joderse!—se dijo—toda la vida intentando descifrar
nuestro futuro. Legiones de videntes, adivinadores, quiromantes, echadores de
cartas,…viviendo del afán de la gente por conocer su futuro y resulta que la única
predicción con visos de cumplirse es la
que te da un médico para anunciarte que esto se acaba. Aunque, digo yo que,
para adivinar que nos vamos a morir no hay que ser ninguna lumbrera, lo jodido
es que te digan cuando.
Miguel vivía solo y pensó que esto era una ventaja, pues no
tendría que darle la mala noticia a nadie, ni vería sufrir a nadie por su
destino. Este era el concepto de optimismo que practicaba Miguel.
Había enviudado diez años atrás y él sí había sufrido el
proceso de la pérdida de su mujer y, como conocía las consecuencias de una
situación así, se alegró de que nadie pasase por eso mismo por su culpa.
De aquella familia le quedaba una hija, pero la relación con
ella se había perdido hacía unos años, aunque hoy no sabría decir muy bien por
qué. Lo que empezó con una discusión, seguida de la cabezonería de ambos de no
ser el primero en rectificar, fue enfriando la relación hasta hacerla
inexistente. Después, el tiempo hacía cada vez más difícil enmendarlo. Muchas
veces había pensado en intentar solucionar aquel desencuentro, pero nunca
encontró la forma de hacerlo. No sabría qué decir, cuando seguramente, no
habría nada que decir, posiblemente solo bastase con una mirada, un gesto, un
abrazo, un beso….
Ahora, cuando el tiempo se le acababa, Miguel pensó que lo
único que no podía dejar pendiente era aquella herida abierta y ya no le dio más
vueltas a qué decir, a cómo justificar el tiempo perdido. A fin de cuentas,
tiempo era lo que ya no tenía.
Hacía años que ya no conducía. No se fiaba de sus reflejos,
pero se había resistido a deshacerse de su viejo coche, al que cuidaba y
mantenía a punto como si al día siguiente de cada día tuviese que emprender un
largo viaje.
Aquel día se decidió a coger el coche y emprender el viaje
que durante mucho tiempo había deseado hacer, pero que la irracionalidad o la
cobardía le habían impedido. Un viaje de varias manzanas hasta la casa de su
hija.
No le diría nada sobre su estado terminal, pues no era
lástima lo que buscaba, sino recuperar el cariño de su hija. En esto iba
pensando, tan absorto en ello que no se percató de que el semáforo acababa de
ponerse en rojo. Al cruzarlo, vio venir por su derecha un autobús a la
suficiente velocidad como para hacer imposible evitar el impacto. En aquella
fracción de segundo, solo pudo pensar:
—¡Joder!, para uno que me adivina el porvenir, ni siquiera
acierta.
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