domingo, 4 de septiembre de 2016

CONVERSACIONES CON MI PROSTATA (I)

Pasamos sesenta años juntos y nunca nos habíamos intercambiado ni siquiera el saludo. Yo sabía de tu existencia porque tu vecindad me vino de serie como a todos los humanos varones, pero nunca antes se me ocurrió pasar a saludarte y establecer contigo una relación que cuidase nuestra obligada convivencia.
Tú, como corresponde a tu condición femenina, controlabas y, supongo que a veces, sufrías mis excesos. No te quejabas cuando fumaba en tu presencia, aunque era obvio que perjudicaba tu vida tranquila. Tampoco, cuando mis excesos con la cerveza te hacían trabajar jornadas extraordinarias presentaste reivindicación laboral alguna, ni siquiera cuando yo, alardeando de hombre duro, me atiborraba de picante en las comidas, me mandaste mensaje alguno de las molestias que te estaba causando.
Hoy no deja de asombrarme tu capacidad de sufrimiento callado y tu resistencia al mal trato, aunque en mi defensa (pobre defensa) diré que pocas veces fui consciente del bien que me proporcionabas con tu estar silencioso y tu trabajo incansable, y en esta inconsciencia y sin ánimo de hacerte daño, te  fui maltratando hasta que tu capacidad de resistencia terminó por agotarse.
Estoy seguro que en tu decisión no hubo hartazgo, no hubo revanchismo ni postura tajante que dijese -¡hasta aquí hemos llegado!, solo incapacidad material de seguir otorgándome tus cuidados con la misma eficacia con que lo habías venido haciendo durante tantos años.
No pediste  baja laboral, ni  despido, ni me anunciaste una convocatoria de huelga que me hiciese entrar en razón y pusiese remedio a la precariedad laboral a la que te tenía sometida. Simplemente seguiste trabajando como pudiste, aunque tu rendimiento y productividad cayó hasta el límite en que pensé que si no ponía algún remedio, mi vida tranquila se vería seriamente afectada, aunque para entonces ya se habían causado daños irreversibles. Nunca volverías a tener tu fuerza, ni el sueño tranquilo de toda una noche. Tus desvelos nocturnos despertando cada dos o tres horas, me obligaban a despertarme a mí para ayudarte a realizar el trabajo que, por cansancio, habías dejado atrasado durante el día. Sin tu quererlo me devolviste a aquellos años en que el llanto de mis hijos recién nacidos me rompían el sueño varias veces en la noche y me obligaban a levantarme para atenderlos.
Como si de un bebé se tratase, tú también me obligas a atenderte varias veces en la noche, y lo hago con una mezcla de gusto, fastidio, necesidad y obligación y, últimamente, con la resignación de que así será por el resto del tiempo que nos quede juntos.
Pero no te preocupes, no estoy enfadado contigo, a fin de cuentas, tu rebelión no ha sido violenta como ha ocurrido en otros casos, en los que ha sido necesario tomar medidas…disciplinarias (diría yo) para hacerte entrar en razón y, en muchos de esos casos, las consecuencias para ambos han sido letales.
Espero que por el bien de los dos, sigas en esa actitud razonable, trabajando lo que puedas. Yo prometo ayudarte, evitarte, en la medida de lo posible, la fatiga innecesaria y, como ya sabes, he recurrido a profesionales para que nos ayuden a recomponer nuestra apreciada convivencia.
Ahora quiero repasar contigo este tiempo de tribulación que llevamos viviendo juntos desde que me anunciaste tu primera queja.
No voy a negar que mi primera reacción fue la de responsabilizarte exclusivamente a ti del perjuicio que me ocasionaba tu descenso de productividad. Te taché de floja, de débil e incluso de vaga por no trabajar como es debido y, sobre todo, bramé contra ti cuando al bajar tu efectividad, mi virilidad se vino abajo de forma estrepitosa, y ya debes saber tu lo que eso significa para la autoestima de cualquier hombre en este mundo machista y de virilidades mal entendidas.
Ya, ya se que tú no tienes culpa de que nos hayamos educado mal, de que nos cueste entender que cualquier contratiempo funcional relativo a la mal llamada hombría, hay que contemplarlo como lo que en realidad es, una disfunción que debe ser tratada como tantas otras que sufrimos a lo largo de nuestra vida, pero jode y bastante.
Tanto jode en un primer momento, que hasta llegué a denunciarte. Sí, te denuncié, a los especialistas en la materia, por agresión, esperando que ellos tomaran medidas contra ti para reparar el daño causado, pero tras una investigación de los hechos, concluyeron que todas las pruebas aportadas eran circunstanciales, que no estaba probada la relación causa efecto y que existían dudas razonables sobre tu culpabilidad, pero de todo esto, de sus causas y de sus consecuencias hablaremos mas adelante, porque aunque no haya pruebas concluyentes que puedan inculparte, yo aun tengo mis dudas y, créeme, sin acritud y sin rencores, deberemos trabajar juntos para paliar en lo posible este contratiempo.
Cuando cinco años atrás empezaste a vaguear (permíteme la ironía), ante la imposibilidad material de que tu y yo pudiésemos arreglar nuestras diferencias por nosotros mismos, recurrí a la mediación de un profesional en la resolución de estos conflictos. Recuerdo que te lo anuncié unos días antes de la fecha en que habíamos sido citados en su consulta.
 –Iremos a ver a alguien que puede ayudarnos – te dije – es una señora y se llama Doctora y aunque no es demasiado simpática, no debes preocuparte porque me consta que es muy seria en su trabajo y tiene bastante experiencia en casos como el nuestro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario