sábado, 17 de septiembre de 2016

LA RECETA PERMANENTE

Hace unos meses alcancé la edad de la jubilación. Fui a hacer mi inscripción en el organismo pertinente como clase pasiva, pero no me sentí mayor. Pensé que después de más de cuarenta años trabajando ya me merecía un descanso y en mi cabeza se arremolinaron tantas cosas por hacer, tantos proyectos que había ido dejando para cuando tuviese tiempo. Ahora sería el tiempo lo que no me faltase.
Con mi flamante título de jubilado me inscribí en el “Hogar del Jubilado” de mi localidad y tampoco me sentí mayor, aunque pensé que posiblemente fuera debido a que era uno de los más jóvenes del club, pues no en vano acababa de bautizarme como integrante de la tercera edad.
Adquirí, con orgullo, mi Tarjeta Dorada de Renfe para beneficiarme de sus descuentos en los viajes para visitar a mis hijos y cambié mi costumbre de ir al cine el Día del Espectador, ahora mi condición de jubilado me permitía ir cualquiera de los días en que los jubilados tenemos descuentos especiales. Tampoco me sentí mayor por eso.
Hice, en fin, todo aquello que cualquier jubilado, no afligido por ello, hace con su tiempo, excepto una de las cosas que se nos atribuyen. No me dediqué a visitar obras. En primer lugar porque no le veo la diversión y, en segundo lugar, porque esta crisis ha dejado a los jubilados sin ese entretenimiento, pero tampoco me sentí mayor.
Sin embargo, era consciente de que mi espíritu joven no impedía el normal deterioro físico de mi cuerpo que, aunque no enviaba señales alarmantes, se merecía una revisión. Los análisis de rigor, toma de tensión y unos días después los resultados. Nada preocupante, de momento, el colesterol un poco alto, la próstata un poco inflamada, la tensión un poco descompensada, nada que no se pudiera controlar con algún medicamento y algo de de lo que llaman vida sana (no comer nada bueno, no fumar, no beber,…) eso que no te alarga los años de vida, pero te los hace más largos de vivir.
Cuando el médico me recetó aquellos medicamentos no lo hizo en una receta ordinaria, sino en una de las que llaman receta permanente, un invento creado para descongestionar los consultorios de la gente que solo acude al médico para renovar su receta cuando su necesidad de medicarse también se convierte en permanente.

Cuando con esta receta me dirigí a la farmacia y allí me “afiliaron” al sistema de “medicados para toda la vida”, entonces sí me sentí mayor.

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