Con manos temblorosas, el viejo abrió
el cajón de la cómoda sacándolo hasta la mitad. Introdujo su mano hasta tocar
el fondo con la seguridad de que allí encontraría el pequeño bulto que durante
muchos años había permanecido, no escondido, sino guardado, tanto en su memoria
como en el cajón que ahora abría.
Un pequeño envoltorio de tela aterciopelada, anudado con una cinta de seda
roja en la que ya apenas se leía una fecha escrita a mano, 15 de abril de 1957.
Habían pasado casi sesenta años desde
que una mano adolescente escribió aquella fecha y, sin embargo, en su recuerdo
las imágenes estaban tan claras que aun podía oir la risa de Marta y la suya
propia en aquel día feliz de su adolescencia.
Desanudó la cinta con cuidado y, como
con miedo a que el paso del tiempo hubiese deshecho la tela que envolvía aquel
objeto, la fue retirando con la punta de los dedos hasta dejar al descubierto
la vieja llave. Una llave antigua, de ojal grande, alma larga y dentadura
escasa. Los recuerdos se le agolparon de momento en su cabeza. Apenas había
cumplido los diecisiete años. Marta aun no tenía dieciséis y aquel domingo de
primavera, con esa llave y la fantasía adolescente de su juventud, se juraron
amor eterno.
Marta le había entregado la llave
diciéndole: -Esta llave cerrará la puerta que impedirá que nuestros corazones
se escapen, así se mantendrán juntos para siempre y si algún día alguno de
nosotros quiere deshacer esta unión, solo tendrá que entregar la llave al otro
para que este abra la puerta y dejarlo ir sin explicaciones ni reproches.
El viejo, recordó el calor primaveral
de aquel quince de abril y pensó que las primaveras ya no son iguales,
últimamente no son tan calurosas, se dijo, pero cuando se han sobrepasado los
setenta años de edad, las primaveras son
menos calurosas, los inviernos mas fríos y los veranos menos sofocantes.
En todos aquellos años, muy pocas
veces había abierto el cajón de la cómoda para buscar la llave, solo en
contadas ocasiones y nunca con la intención de de hace que aquella vieja llave
abriese la imaginaria puerta que le mantenía unido a Marta. Lo hizo para
asegurarse que aun seguía allí y que eso significaba que juntos podían superar
cualquier dificultad que la vida les pusiese en el camino.
Con el paso lento que le permitía el
dichoso reuma, que no se merecía, atravesó el trecho de pasillo que separaba el
dormitorio del cuarto de estar, llevando la llave consigo.
En el cuarto de estar, junto al gran
ventanal, estaba Marta, sentada en su silla de ruedas con una liviana manta
tapando sus piernas. La mirada perdida en un punto indefinido como queriendo
buscar la memoria que hace unos años la
abandonó.
El viejo se sentó a su lado como cada
tarde, pero hoy no le leería el capítulo de la novela que descansaba sobre la
mesa camilla. El mismo capítulo que día tras día releía en voz alta, pues al
igual que Penélope tejía y destejía mientras esperaba el regreso de su amado
Ulises, el viejo leía y releía para no acabar el relato con la esperanza de que
mientras tanto Marta volviese de las tinieblas del olvido.
Ni siquiera, aquella tarde, cuando
las sombras de la noche se iban adueñando de la estancia envolviéndola en un
gris que amenazaba con oscurecerse a cada momento, encendió la luz. Prefirió
compartir la oscuridad del pensamiento de Marta y también perdió su mirada en
el punto donde estaba la de ella en un último intento de ayudarla a buscar sus
recuerdos.
Cogió la mano de Marta y depositó la
llave en su palma, le cerró el puño con fuerza para que sintiese el tacto de la
llave en su mano. Marta no hizo nada, su voluntad seguía ausente y el viejo se
inclinó para besas su frente. De pronto, el brazo de Marta se movió y el puño
que contenía la llave fue levantándose lentamente hasta llegar a su pecho, a la
altura de donde dicen que tenemos el corazón. Allí se apretó contra el y con la
escasa luz que aun se colaba a través del ventanal, el viejo vio brillar dos
lágrimas que resbalaban por el rostro de porcelana de Marta. No pudo ver la
suyas propias, pero pudo sentir el sabor salado de su llanto cuando este
alcanzó sus labios.
A la mañana siguiente, Marta no
despertó, cuando el viejo entró en la habitación, yacía tumbada en la cama, el
puño abierto y sobre la palma de su mano la vieja llave. El viejo depositó un
último beso en sus labios mientras le susurraba: - Espérame en la puerta del
cielo, yo la abriré para que entremos juntos en él.
Unos días mas tarde, sin causa
aparente, el viejo tampoco despertó. Sus familiares no encontraron ninguna
antigua llave cerca de él, pero no fueron capaces de abrir el puño cerrado del
viejo. En su interior, posiblemente estuviese la llave del cielo.
Saludos, este era el relato que deseaba comentarte. Siempre me parece muy dolorosa la muerte; pero es el destino inamovible. La nota de saber que hay un lugar para ellos, me enternece.
ResponderEliminarSaludos cordiales, ¡Nos leemos!
La muerte es algo natural que, incomprensiblemente a veces, nos duele. pero una de las mayores pruebas de amor es entender el momento en que un ser querido debe irse.
EliminarEse momento es el que he intentado reflejar en el relato.
Saludos